En palabras de José Cereijo en el prólogo: “La muerte, pues, como posible maestra del vivir, que nos enseñe a ser de algún modo como ella, acogedora y capaz de llegar a la última significación de la vida, a la que a la misma vida le resulta difícil alcanzar, o que al menos no lo conseguiría del todo sin ella: sin su lección, aunque dura y hasta atroz, de paciente sabiduría. Y eso es este libro, en mi opinión: un modo de descifrar, o intentarlo, la significación más honda de la vida mediante la luz, implacablemente reveladora, de la muerte; y también, inevitablemente, de ver y comprender de algún modo lo más esencial de ella, de la muerte misma, a la luz de la vida, de la que esa condición mortal es observatorio privilegiado, y construcción activa de sentido”.
Aunque nacido en 1963 (en Tudela, Navarra), éste es el primer libro que publica Jorge Dot. Una edad nada precoz para iniciarse en la publicación de poesía (no en su escritura, que practica desde hace muchos años), que puede recordarnos el caso de Wallace Stevens, ya conocido y apreciado por no pocos amigos (y lectores) desde años antes de que por fin, en el de sus 44, se decidiera a dar a la imprenta su obra inicial. Cuando le insistían en que debiera reunir sus poemas (que en no pocas ocasiones habían aparecido en revistas) y publicar un volumen, se resistía: “ya, pero un libro de poemas es algo tremendamente serio”. Yo sospecho que un escrúpulo de naturaleza parecida es el que había mantenido a Jorge Dot inédito en libro hasta ahora. Un escrúpulo que a quienes hemos publicado repetidamente pudo parecernos excesivo, y así se lo habíamos dicho muchas veces; pero que quizá, de ser más habitual de lo que es, nos evitaría tanta obra inane, que confunde el ingenio (en los mejores casos), o simplemente la torpeza, con la inspiración, y que ha devaluado tanto en el sentir de algunos la tarea poética.Lo primero que llama la atención en la lectura de esta poesía es que, sin hacer nada especial por buscar la originalidad (ese fantasma tras el que tantos corren), la posee naturalmente: no se parece a nadie. Su manera de ver, y su manera de contar lo que ve, son efectivamente personales, suyas. Ocurre con él, por tanto, lo mejor que en ese sentido puede ocurrir: no busca el ser distinto (cosa absurda: todos lo somos), sino que simplemente lo es, sin impostación y sin aparente esfuerzo. (Aunque conviene no olvidar, y por eso empezaba con él, ese dato de los muchos años de escritura inédita: la naturalidad, en poesía, no es un comienzo, sino un resultado, con mucha labor, mucho tejer y destejer detrás).También es llamativo, claro está, el tema del libro, que comparece ya desde el título. La muerte, efectivamente, es algo presente a lo largo de todo él; y no parece casual, ni un mero juego de palabras, el que literalmente se inicie por el Final, título éste del poema que lo abre. En el poema siguiente, Diálogo, los tres versos de cierre, con su expresivo y crudo contraste, dan bien, me parece, el carácter de la obra. Los dos primeros dicen que No hay nada que nos eleve / Salvo tu naturaleza de olvido, con lo que se ve fácilmente que el conjunto no habla, o no habla sólo, de la condición destructora de la muerte, sino también de lo que hace, de lo que construye (no se olvide el título de la colección, Los trabajos de la muerte). Ése podría muy bien ser el final del poema; pero tal cosa no bastaría a la autenticidad que el autor (como siempre ha hecho) se exige. Por eso el verso de cierre, separado por un blanco, dice, sin ningún tipo de disimulos, así: Puta muerte. Éste no es un lugar de componendas, ni el autor se las consentiría.Pero eso, repito, no significa que olvide o desdeñe lo otro, lo que nos construye, lo que nos estimula (aun a nuestro pesar): lo que la muerte hace en la vida. El poema titulado El ser lo deja claro: Ese es un trabajo de la muerte / El ser herido eternamente. Ese “ser herido” somos nosotros, es nuestra vida, y ese herirnos, efectivamente, un trabajo de la muerte, que como se ve se entiende no sólo como el final de la vida, sino como su otra cara, la de sombra, la que da relieve y significación a lo visible. Porque, como dice en el poema titulado Así morimos, ocurre que Así estamos / Huidos de la vida / Y abandonados de la palabra / Así morimos. Vemos ahí que la muerte tiene, una vez más, una significación doble: huidos nosotros de la vida, es ella, la muerte, quien de algún modo recoge eso que abandonamos o no sabemos retener, y quien de algún modo también impide que se pierda, y le otorga sentido. Una interpretación, ésta mía, acaso algo arriesgada, pero en todo caso no gratuita; en el poema Deus conservat omnia se lee literalmente que Dios conserva todo / En la muerte. Y es que, como vemos, la muerte es aquí muchas cosas, y el que yo le llamase antes la otra cara de la vida no es simplemente un modo de hablar. Porque En el corazón de Dios / Está la muerte / Y en sus ojos / La vida.Y, para que no faltara nada a esta obra, que en una primera aproximación podía aparecer monotemática, también encontramos en ella (y de un modo nada arbitrario, sino surgiendo en el momento justo, con todo lo que lo anterior aporta, y lo que lo posterior desarrolla y precisa) un grupo de estremecedores poemas de amor, donde se dice por ejemplo que el desliz de la muerte / Eres tú misma; pero que yo resumiría aún mejor en el poema El rostro claro del amor (…ese instante preciso / En que culmina todo / Y se apaga la voz / Tan dulcemente), personalísima variación del mito de Orfeo.Así puede entenderse que se nos diga, un poco más adelante, que La muerte vive, o que el poema Belleza y constancia, que no me resisto a transcribir entero, nos apunte que Quizá debiéramos acompasarnos al tiempo / Con la misma belleza de la muerte / Con la misma constancia / Y en su dulzura descansar. La muerte, pues, como posible maestra del vivir, que nos enseñe a ser de algún modo como ella, acogedora y capaz de llegar a la última significación de la vida, a la que a la misma vida le resulta difícil alcanzar, o que al menos no lo conseguría del todo sin ella: sin su lección, aunque dura y hasta atroz, de paciente sabiduría.Y eso es este libro, en mi opinión: un modo de descifrar, o intentarlo, la significación más honda de la vida mediante la luz, implacablemente reveladora, de la muerte; y también, inevitablemente, de ver y comprender de algún modo lo más esencial de ella, de la muerte misma, a la luz de la vida, de la que esa condición mortal es observatorio privilegiado, y construcción activa de sentido. Ése es también, en último término, el más decisivo trabajo de la muerte: el enseñarnos no sólo quiénes somos realmente, sino a serlo de hecho, con la plenitud viva que ella pone en lo suyo. La muerte, pues, como lección y como lector a la vez; la muerte como vida.José Cereijo