El fracaso se pega a la piel
y te arrastra a una irrealidad
viscosa y resbaladiza,
como una fiebre alta
o una mala resaca.
Es el vértigo de la equilibrista
intentando sostener
en un brazo el abismo
y en el otro el porvenir.
La costumbre no facilita la tarea,
cada vez es una vuelta a empezar,
un recoger escombro
pensando en ser John McClane
y al grito de “¡Yippee Ka Yei, hijos de puta!”
ametrallar los restos de todos los naufragios
y tirar para adelante,
como si fuese la vida lo que está en juego.
El corral de los quietos es un reconocimiento de la derrota, una astilla en el corazón por la muerte de la sangre pero también es vida, la luz de los faros que nos guían a través de la tormenta, de pelea y metralla, de espuma de cerveza en un vaso compartido, de ganas de seguir caminando descalzo y de seguir manchando alfombras y páginas desordenadas.